Votar, decidir, protestar, luchar, conservar, desear, renunciar... Desde la Segunda Guerra Mundial el ciudadano se convirtió en el "rey", en el bien necesario, en el paradigma de consumidor libre. Era necesario para ir a más, producir más y las democracias occidentales proporcionaron un acomodo de aparente libertad y futuro para todos. El sueño se desvanece, pero no sólo por el abuso de las élites, que también, ni por la corrupción del poder, que también, sino por la contradicción, pasividad o aquiescencia del ciudadano, convertido en paradigma de un cuadro clínico psiquiátrico.

No vamos a rascar la superficie de los acontecimientos que marcan el devenir actual, de uniones económicas y monetarias al servicio de las grandes corporaciones y entidades bancarias, de países en quiebra en parte por apretarles tanto las tuercas, en parte por su inconsciencia. Tan culpable es el timador como el que se deja timar, porque detrás de ese timo siempre está la codicia, el ganar sin esfuerzo, el tener más e ir a más pero sin sacrificios. Jugamos con el trilero y luego le reprochamos el habernos engañado.

El sistema ha creado una red que se interconecta y retroalimenta para seguir ubicados en la caverna de Platón actual: seguimos mareados con las sombras que proyecta una realidad ajena a nosotros. Lo grave es que en el mito platoniano los que contemplaban las sombras no intuían siquiera la existencia de la realidad que había detrás; nosotros la conocemos o al menos la deducimos, y sin embargo nos mantenemos mirando hacia esas sombras. Sólo miramos de reojo la realidad y nos indignamos pero nunca nos damos la vuelta del todo, quizá porque esa realidad, aunque fuera mejor, supone un cambio tan radical que no estamos dispuestos a afrontar.

Así las cosas seguimos cabalgando en caballo desbocado, deseando asir las riendas y descabalgar al mismo tiempo. Si controlamos al caballo nos llevará o le conduciremos a donde en realidad no queremos ir y si caemos podremos malheridos emprender el camino requerido aunque duro, largo y a pie. La igualdad, justicia, progreso y dignidad que tanto reclama el ciudadano ya no parece que siquiera él mismo se lo crea, totalmente alienado por su educación y aburguesamiento, provocando la continua contradicción entre un deseo de cambio y otro de conservadurismo.

Ese era el objetivo. Esa dualidad personal se transmite en el sistema "democrático", en lo público y en lo privado, creando una maraña de contrapesos siempre beneficioso al sistema, aunque parezca que lo desestabiliza. Deseo de mejora colectiva sin menoscabo de su situación personal. Es el homo economicus con la coraza de la tecnología al servicio de ese alienamiento y sentido acrítico o pueril de la realidad. Todo ello se refleja en lo relativo de los cambios, basculando entre lo malo y lo peor, sin dejar de confiar muchos en partidos corruptos y otros sin apoyar del todo a un cambio real, sea mejor o peor el remedio que la enfermedad.

Hay que admitir de una vez que el cambio empieza por uno mismo, por su vida cotidiana, por su planificación, su coherencia en los actos y su lugar en el mundo. El ciudadano en el fondo se ha creído el centro a pesar de que se sienta desplazado y ninguneado. La respuesta a esa dualidad es sencilla: se le ha educado para eso. Era la clave para que la élite, el poder político y económico sobreviva a lo que ha de venir, sin menoscabo de sus intereses. Para ello era necesario un escenario cambiante donde parezca que el ciudadano puede decidir o cambiar de raíz las cosas. El truco está precisamente en que es así pero no lo va hacer, demostrándose cierto el experimento de dependencia, abriendo la jaula para encontrar esa libertad ansiada pero quedándose finalmente dentro de la jaula ante el pánico a esa misma libertad.

El tiempo como siempre dirá quién venció. Pero en esta lucha no hay medias tintas y se necesita coraje y coherencia, sin abrazar el pesebrismo de unos o la revolución sinsentido y confrontadora de otros, porque eso es lo que se busca siempre y se consigue: la división, la confrontación ideológica absurda apoyada en referentes personalistas que son los primeros que no creen en ello, mero instrumento para conseguir lo que cualquier manual de politología apunta: el poder.

Al igual que una familia no decide por consenso qué hacer con un familiar enfermo, sino que lo decide el médico o el cirujano, el ciudadano no puede tener la responsabilidad de decidir por lo más trascendental, no porque no pueda o deba, sino porque él mismo con sus actos individuales y cotidianos demuestra ni siquiera quererlo en el fondo. Es la esencia misma del ciudadano desquiciado, del querer y no poder y del poder pero no querer.

El desquiciamiento viene de esa dualidad, de dos opciones, de escoger una u otra cuando la clave es coger lo bueno de una y lo bueno de otra. El problema es que no dejan o más bien fomentan el creer que no dejan, continuando con efectividad la caverna platónica. Siempre elegir, siempre contra algo, siempre decidir mal. Pero da igual, porque nunca se decide de verdad.

Cuando dejemos de mirar las sombras y darnos la vuelta; cuando veamos la realidad; cuando analicemos con objetividad y no con confrontación como nos enseñan a hacer; cuando hagamos eso, entonces sí podrá haber un cambio, sí podrá crearse una sociedad medianamente civilizada y justa.

Es indudable el daño que ha hecho el sistema de ir a más, el de tener más, el de participar pero sin mojarse, el de los abusos políticos y económicos, el de la corrupción, pero no olvidemos que todo ello lo realizan seres humanos como nosotros, que el mal mayor es provocado por males menores provocados por nosotros mismos; que bajo ciertas corrupciones hay por detrás familias, amigos o nosotros mismos que vemos, obviamos y aceptamos hechos menores que alimentan los mayores. Que todo está interconectado.

Quizá en el fondo el ciudadano no esté tan desquiciado, sino más bien frustrado y perdido. Porque sabe que la historia y el desarrollo no se para y lo único que le queda tras conseguir su mayor o menor acomodamiento en el mal llamado estado del bienestar es protestar por esa pérdida pero sin cambiar uno mismo, al margen de que paguen los mayores causantes de tal decadencia. Pero esa decadencia, como ocurrió en Roma, fue fruto de todas las capas de la sociedad. Quizá en el fondo sabe que la tecnología va a revolucionar todo, que aunque viviéramos en un mundo más igualitario y justo no cambiaría el hecho de que lo de antes ya no va a valer. Quizá sepan, sepamos, deberíamos saber, que el camino a tomar sería duro durante un tiempo pero fructífero al final. Pero el ser humano no tiene paciencia, porque quiere más con menos, porque quiere algo ya y porque el tiempo se nos escapa entre las manos. Quizá por eso estamos donde estamos, nos han colocado donde estamos pero nosotros hemos contribuido a ello.

Sólo queda cambiar, evolucionar, pero de verdad, dejándose de enfrentamientos ideológicos. Sólo así se cambiaría de verdad a la élite. No obstante por algo lo son, y siempre, siempre, tienen un plan B... y nosotros siempre picamos. Puñeteros trileros...