"Nadie es tan esclavo como quien se cree libre sin serlo" (Goethe)
Las preguntas van avanzando, el castigo por fallarlas aumenta. En una cápsula, aislado, el concursante que debe acertarlas. Fuera el otro concursante que debe enunciarle las preguntas e infringirle una descarga eléctrica si falla, una descarga cada vez más fuerte a medida que avanza el cuestionario. En juego mucho dinero. Si no siguen hasta el final, lo pierden todo. El plató lleno de público. De maestra de ceremonias, una atractiva pero fría presentadora. El consurso se llama 'El juego de la muerte' y sería un éxito de audiencia si no fuera porque todo es falso, un experimento diseñado por un grupo de expertos donde ni el público ni los supuestos "torturadores" saben que el que está dentro del habitáculo soportando el castigo es sólo un actor cuyos gritos y súplicas suenan sin embargo muy reales.
Este polémico documental presentado en la televisión francesa generó ríos de tinta y bits. El experimento no era nuevo, puesto que, mejorado, emulaba el realizado por Stanley Milgram en la Universidad de Yale allá por los años sesenta, cuyo objetivo era encontrar una explicación científica a la aceptación ciega a Hitler de la sociedad alemana. El sentido ahora era el mismo: estudiar el impacto de la autoridad en la obediencia de la población, el comportamiento individual frente a los condicionantes sociales y ante situaciones extremas.
No me sorprende para nada el resultado de este experimento: la gran mayoría de los sujetos no sólo accionaron la palanca que suministraba la descarga eléctrica una y otra vez sino que llegaron hasta el final, haciendo oídos sordos a las súplicas del falso concursante, cuando el nivel del supuesto castigo sabían que sobrepasaba el límite físico y moral tolerable.
Efectivamente, nos han educado para obedecer, para mirar a otro lado, para seguir a una autoridad, a un referente, a unas normas que supuestamente nos dan tranquilidad y nos hacen sentir parte de un colectivo homogéneo, sin importar si es justo o no, sin cuestionar nada o si lo hacemos sin osar siquiera plantearnos cambiarlo.
Lo que más impacta del documental no es el hecho en sí de la obediencia, sino que las más variadas personas en edad, sexo, posición social, educación, personalidad... son una cuando de obedecer y de cumplir una misión y una expectativa se refiere. Unos no se inmutan, otros se ríen nerviosamente, otros lo cuestionan continuamente pero sin rebelarse, otros animan al falso concursante a que aguante, otros simplemente ignoran sus gritos. Pero lo más sorprendente son aquellos que sí parecen querer parar pero que ante una simple frase de la presentadora -"el concurso debe continuar"- acompañado de un rictus serio y apremiante, es suficiente para que el "castigador" se eche para atrás y continúe con la misión que le han encomendado.
Es alucinante lo que una persona bien condicionada a lo largo de su vida puede hacer no ya por fuertes ideas inoculadas, que también, sino simplemente por no "estropear" un espectáculo televisivo, por no defraudar unas expectativas, por no renunciar al papel que se les ha dado en este teatro, da igual un plató de televisión que la vida misma.
Visionad el documental, sacad vuestras propias conclusiones y quizá comprendáis en parte el por qué de tantas atrocidades históricas y de también tantos actos no aparentemente tan atroces como votar a dos trajeados con siglas rojas o siglas azules. Y es que nuestro origen tribal y salvaje y nuestra educación conductiva sobre los pilares económico, sociales y morales imperantes han hecho que el ser humano, aunque parezca lo contrario, esté más esclavizado que nunca. Desde nuestro nacimiento estamos sometidos a unas pautas de comportamiento y de actos determinados, a pasar cada etapa (niñez, pubertad, adolescencia, juventud, madurez, vejez) haciendo lo que corresponde y siempre con el denominador común de no "salirse del tiesto", de obedecer aunque creas que tú tomas las decisiones, de ser una pieza más del engranaje diseñado para que esto funcione como funciona, qué te voy a contar.
Un mundo mejor no resulta de un orden establecido e imperante, de unas normas rígidas, al menos no de éstas. Sería la consecuencia y no la causa. Si no nos desencorsetamos y cuestionamos primero por qué accionar la palanca y luego la dejamos de accionar no lograremos cambiar la situación, no lograremos cambiarnos a nosotros mismos. Debemos olvidarnos de las luces del plató, del público que nos observa; debemos ignorar las consignas de una presentadora por muy atractiva y seria que sea; debemos romper contratos por mucho que les hayamos firmado si al final se trataba de seguir ciegamente una pauta sin sentido, aunque conlleve evitar que el espectáculo continúe.
Si hay que cortar la emisión y apagar luces se hará...
Las preguntas van avanzando, el castigo por fallarlas aumenta. En una cápsula, aislado, el concursante que debe acertarlas. Fuera el otro concursante que debe enunciarle las preguntas e infringirle una descarga eléctrica si falla, una descarga cada vez más fuerte a medida que avanza el cuestionario. En juego mucho dinero. Si no siguen hasta el final, lo pierden todo. El plató lleno de público. De maestra de ceremonias, una atractiva pero fría presentadora. El consurso se llama 'El juego de la muerte' y sería un éxito de audiencia si no fuera porque todo es falso, un experimento diseñado por un grupo de expertos donde ni el público ni los supuestos "torturadores" saben que el que está dentro del habitáculo soportando el castigo es sólo un actor cuyos gritos y súplicas suenan sin embargo muy reales.
Este polémico documental presentado en la televisión francesa generó ríos de tinta y bits. El experimento no era nuevo, puesto que, mejorado, emulaba el realizado por Stanley Milgram en la Universidad de Yale allá por los años sesenta, cuyo objetivo era encontrar una explicación científica a la aceptación ciega a Hitler de la sociedad alemana. El sentido ahora era el mismo: estudiar el impacto de la autoridad en la obediencia de la población, el comportamiento individual frente a los condicionantes sociales y ante situaciones extremas.
No me sorprende para nada el resultado de este experimento: la gran mayoría de los sujetos no sólo accionaron la palanca que suministraba la descarga eléctrica una y otra vez sino que llegaron hasta el final, haciendo oídos sordos a las súplicas del falso concursante, cuando el nivel del supuesto castigo sabían que sobrepasaba el límite físico y moral tolerable.
Foto: Félix Esteban ©
Efectivamente, nos han educado para obedecer, para mirar a otro lado, para seguir a una autoridad, a un referente, a unas normas que supuestamente nos dan tranquilidad y nos hacen sentir parte de un colectivo homogéneo, sin importar si es justo o no, sin cuestionar nada o si lo hacemos sin osar siquiera plantearnos cambiarlo.
Lo que más impacta del documental no es el hecho en sí de la obediencia, sino que las más variadas personas en edad, sexo, posición social, educación, personalidad... son una cuando de obedecer y de cumplir una misión y una expectativa se refiere. Unos no se inmutan, otros se ríen nerviosamente, otros lo cuestionan continuamente pero sin rebelarse, otros animan al falso concursante a que aguante, otros simplemente ignoran sus gritos. Pero lo más sorprendente son aquellos que sí parecen querer parar pero que ante una simple frase de la presentadora -"el concurso debe continuar"- acompañado de un rictus serio y apremiante, es suficiente para que el "castigador" se eche para atrás y continúe con la misión que le han encomendado.
Es alucinante lo que una persona bien condicionada a lo largo de su vida puede hacer no ya por fuertes ideas inoculadas, que también, sino simplemente por no "estropear" un espectáculo televisivo, por no defraudar unas expectativas, por no renunciar al papel que se les ha dado en este teatro, da igual un plató de televisión que la vida misma.
Visionad el documental, sacad vuestras propias conclusiones y quizá comprendáis en parte el por qué de tantas atrocidades históricas y de también tantos actos no aparentemente tan atroces como votar a dos trajeados con siglas rojas o siglas azules. Y es que nuestro origen tribal y salvaje y nuestra educación conductiva sobre los pilares económico, sociales y morales imperantes han hecho que el ser humano, aunque parezca lo contrario, esté más esclavizado que nunca. Desde nuestro nacimiento estamos sometidos a unas pautas de comportamiento y de actos determinados, a pasar cada etapa (niñez, pubertad, adolescencia, juventud, madurez, vejez) haciendo lo que corresponde y siempre con el denominador común de no "salirse del tiesto", de obedecer aunque creas que tú tomas las decisiones, de ser una pieza más del engranaje diseñado para que esto funcione como funciona, qué te voy a contar.
Un mundo mejor no resulta de un orden establecido e imperante, de unas normas rígidas, al menos no de éstas. Sería la consecuencia y no la causa. Si no nos desencorsetamos y cuestionamos primero por qué accionar la palanca y luego la dejamos de accionar no lograremos cambiar la situación, no lograremos cambiarnos a nosotros mismos. Debemos olvidarnos de las luces del plató, del público que nos observa; debemos ignorar las consignas de una presentadora por muy atractiva y seria que sea; debemos romper contratos por mucho que les hayamos firmado si al final se trataba de seguir ciegamente una pauta sin sentido, aunque conlleve evitar que el espectáculo continúe.
Si hay que cortar la emisión y apagar luces se hará...